ARGUMENTO

 

5.  ARGUMENTO

Los Brujos de Ilamatepeque - Posts | Facebook

Esta novela trata del regreso al pueblo de Ilamatepeque, de los hermanos Cipriano y Doroteo Cano. Hacía ya varios años se habían ido del pueblo, pues ellos trabajaban con el General Francisco Morazán. A su regreso, nadie los reconocía, de hecho, pensaban que eran un par de forasteros. Cuando llegaron a casa de sus padres, se dieron cuenta que ellos ya no estaban, la casa estaba en mal estado, no había nadie viviendo en ella, ellos habían muerto. Entonces fueron donde su primo Pedro a buscar respuestas; él les dijo que sus padres habían muerto hace un par de años atrás.  Todos en el pueblo estaban asombrados y curiosos por el regreso de los hermanos Cano, ya que todos sabían que ellos trabajaban con el General.

La gente del pueblo se intriga por el regreso de estos dos hombres y comienzan a esparcirse muchos rumores. Los Cano desde el principio, muy orgullosamente, admiten que fueron soldados del General Morazán. Sin embargo, para los habitantes de Ilamatepeque Morazán fue un enemigo, piensan que fue el demonio y por tanto los hermanos fueron sus esclavos y los consideran personas de mal.

Cipriano, el más joven y aventurero, se enamora de Eulalia Durán, hija de Cándida y Bartolo Durán, y el amor de Rogelio, hijo del alcalde, Gervasio Lázaro. Un día en el río, Rogelio y Cipriano se enfrentan y Eulalia deja a Rogelio en ridículo. Desde ese incidente Rogelio mira a Cipriano como su enemigo por haberle robado al amor de su vida y dejarlo en vergüenza ante ella.

Los Cano se dan cuenta desde el principio de quienes son sus amigos, cuando solo pocos los ayudan a reconstruir su destruida casa.  Con sus amigos, Cipriano juega a que puede hacer magia, y esto se suma a la fama de que son de esclavos de Morazán, hace que la gente comience a asustarse.  Una noche, Cipriano hace otro truco frente a todo el pueblo y todos se asustan. De ahí en adelante, se esparcen historias totalmente infundadas acerca de quiénes eran los Cano y a qué habían regresado, ante los ojos de sus enemigos son unos endemoniados, unos locos.

Sin embargo, los Cano son gente de bien. Convencen a sus amigos de que lo que están viviendo es absurdo, y que con las ideas del General todo sería diferente, que habría igualdad en el país. Sus intenciones no son malas, pretenden vivir su vida tranquila en el pueblo que los vio crecer, junto a la gente que los conoce bien y con quienes tienen una buena amistad. Cipriano pretende tener un romance con Eulalia, pero su madre trata de hacer todo lo posible impedírselo.

El 4 de abril de 1843, a las cuatro de la tarde, fueron fusilados en la plaza pública del municipio de Ilamatepeque o Ilama, departamento de Santa Bárbara, Cipriano y Doroteo Cano. Ambos habían sido acusados de ejercer la magia entre las gentes del pueblo y de tratarse con el Demonio, por lo cual tenían la capacidad de convertirse en animales para efectuar sus desafueros contra los lugareños, así como de introducirles tortugas en el estómago a sus enemigos para matarlos. Las acusaciones fueron presentadas ante la augusta autoridad pueblerina, el alcalde Gervasio Lázaro, quien, instigado por los notables de la comarca, sobre todo el señor cura, les formuló un juicio sumarísimo y los llevó al paredón de fusilamiento.

Como era de esperarse en un pueblo remoto de la Honduras del siglo XIX, aquella bárbara sentencia se ejecutó al pie de la letra, sin cambiarle ninguna tilde. Un ilamatepequense honesto y sensato que, bebiéndose el aire, fue hasta la cabecera departamental para poner en conocimiento de las autoridades superiores la ejecución de tamaño desaguisado, no pudo llegar ni volver a tiempo para impedir el crimen. Cuando la comisión nombrada al efecto se hizo presente en llama con el propósito de exigir la entrega de los prisioneros, éstos se encontraban ya bajo tierra en una colina de las proximidades, aledaña a la majestuosa corriente del río Ulúa. A causa de eso, y en vista de que se trataba de un crimen colectivo, todo el pueblo devino enjuiciado como homicida. Fue hasta enero de 1847, cuando, gracias a las diligencias del representante de Santa Bárbara en el Congreso, Saturnino Bográn, dicho expediente fue suspendido bajo la tesis de que fueron la "ignorancia" y la "superstición" los principales promotores del asesinato.

Al escribir esta novela Amaya Amador consideró que sería de “interés para aquellos que sustentan principios revolucionarios y democráticos” y la dedicó a “la juventud de Honduras”. 

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